Manhattan. Ensayando la ironía.


En su extensa filmografía, Woody Allen retrata la naturaleza de las relaciones humanas desde la amistad, la infidelidad, la estabilidad del amor, la inseguridad juvenil, la literatura como escape de la realidad o bien la promesa de que hay esperanza en los asuntos más sombríos. Es un director que ha sabido centrarse en una problemática social que al día de hoy es vigente: ¿Por qué no podemos relacionarnos sinceramente unos con otros? 

Sin embargo, entre varias de sus obras no hay mucha distinción; juega siempre con el engaño, conjuga el amor y la inocencia para brindar comentarios sobre la inestabilidad humana, situación que ya en su momento Shakespeare profundizó con Otelo, y no por ello resulta del todo impactante el esfuerzo de Allen. Manhattan, como sus diálogos prologistas enuncian, relata la inestabilidad en las relaciones a partir de que nos comportamos como piezas en discordia. Allen idea una historia sobre un hombre de 42 años que tiene una novia menor de edad, se divorció de su mujer Gill (fría y asombrosa Meryl Streep), ésta es lesbiana y escribe un libro para vilipendiar a su "insoportable" marido 


Encuentro una determinada finura en la expresión del director, finura en los comentarios que hace a la sociedad, cuya tonalidad es siempre cambiante debido a la época, sugerente acorde al lugar y delicada o irónica gracias a los matices que le imprime a lo que hace. El tema del amorío, me da la impresión, lo persigue desde hace un tiempo, y tal paranoia la ha plasmado en algunas de sus cintas más conocidas: Annie Hall (1977), La provocación (2005), Magia a la luz de la luna (2014), Medianoche en París (2011), o incluso Café Sociedad (2016). Quizá la principal intención de Allen sea recordarnos lo volubles que podemos llegar a ser, lo inconstantes y cambiantes. Y apoyado por una fotografía blanco y negro, tal vez quiere ofrecer ese idealismo que esquematiza con diálogos de antaño, construyendo una sombría decadencia citadina o un idealismo social amoroso propio de una época que lo acompañó en su momento. 

Impresión o no, una cosa puede tomarse a análisis a partir de Manhattan (1979) y es que el también guionista invierte los papeles y el discurso sobre la integridad y la honestidad que deberían imbuir al individuo, contagiando de paso a la sociedad como escalafón último. Adicional a la mescolanza psico-filosófica que construye, instala aquí puntuales comentarios bromistas que realmente se combinan con el panorama que elabora en la cinta. Hay momentos genuinos de comedia, y se percibe una auténtica soltura en el personaje que creó para sí mismo, además de que resulta irónico el intercambio de diálogos y la manera en que expone situaciones ajenas que, de hecho, forman parte de sí. Casi como un proceso de exteriorización o, como se dice en la teoría del guion, externaliza lo intangible para volverlo evidente a los ojos del espectador. 

Hay momentos de hipocresía, y quizá a título personal vi en David (Allen) un personaje menos tolerante que otras versiones del director. Hipotetizo que puede ser un desahogo, un reflejo de su realidad, lo que sería lógico dado el ahogo emocional con el parece arrastrar al espectador para concientizarlo del tormento que experimentaba. En este sentido, Manhattan se siente claro, rotundo y cercano. Vemos una humanidad tan cotidiana aquí que el proceso de identificación con los personajes es prácticamente un hecho; tanto así que llegan instantes de epifanía, de remilgo, de execración social; ¿será que el protagonista utiliza a sus compañeros para castigarse y, de paso, regañar al impúdico? 



La cinta es un medianamente interesante espacio reflexivo sobre la importancia de ser firmes ante los deseos, la necesidad -¿o desventajas?- de lo políticamente correcto al mismo tiempo que se convierte lentamente en un espacio de observación sobre lo bipolares y cambiantes que podemos ser los seres humanos y, ¿por qué no?, el grado de mentiras o tergiversaciones sobre el que nos movemos. Puesto así, Allen lo puso con pulcritud, pero es tan desesperante, nervioso y obsesivo en su comunicación, que tuvo que elaborar personajes muy pacientes que sirvieran de espejo a la revelación de sus deseos sin que se quebraran en el camino. De milagro no pasó... 

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